Cuenta la leyenda que el artista y creador renacentista italiano Leonardo Da Vinci despertó una vez de uno de sus sueños recurrentes en el que volaba libremente surcando los prados y montañas de las cercanías de su estudio. Inspirado, garabateó incomprensibles formas geométricas en las sabanas donde yacía, y las describió matemáticamente. Tras su desaparición física, dichas sábanas corrieron la misma suerte que muchos de los objetos y escritos que se hallaban en sus aposentos: fueron presa del famoso incendio que abrasó la región pocas semanas después de la muerte del genio. Es decir que poco tuvo Leonardo que ver con la invención del parapente. Una de las teorías actuales más aceptada acerca de la invención del parapente es que la concepción inicial y primaria de tan ingenioso aparato es producto de un desarrollo aeronáutico impulsado por la agencia espacial estadounidense, cuya mayor preocupación en la década de los 70, después de haber alcanzado la luna con el éxito que todos reconocemos, era evitar que, tras superada la etapa crucial del reingreso a la atmósfera terrestre, habiendo antes soportado días o semanas de confinamiento en una cápsula metálica, y después de haber sobrevivido a un poco probable exitoso despegue y puesta en orbita, los entregados astronautas acabaran como filetes de atún en una lata de conserva por no disponer de un adecuado dispositivo de recuperación de la nave que tripulaban, ya que estas tenían la capacidad de surcar los cielos, alejarse de la tierra impulsada por majestuosos caballos de fuego para explorar los confines del sistema solar, alunizar en el único satélite natural de nuestro planeta, y hasta reingresar a la atmósfera terrestre a salvo; pero no tenían la capacidad de aterrizar. Por suerte, los ingenieros de la prestigiosa agencia no repararon en este dilema, y en vez de dedicar sus millonarios recursos a diseñar y construir complicados sistemas de estabilización propulsados por giroscópicos turborreactores alimentados con sólidos combustibles, se conformaron con un gracioso paracaídas rectangular, que resultó cumplir con todos los requerimientos funcionales. Fueron, sin embargo, intrépidos alpinistas, presumiblemente de origen galo, quienes por primera vez utilizaron aparatos semejantes para arrojarse de las cumbres trabajosamente conquistadas, y volver así a los valles evitando la ingrata tarea de bajar por el mismo camino que habían subido sobre pies y manos. Curiosa y oportuna solución la encontrada por estos pioneros, que sin reactores ni espaciales recursos, adaptaron a fuerza de aguja e hilo los entonces modernos paracaídas comandados, para lograr el mismo fin que tanto interesaba a los viajeros espaciales, inaugurando de esta manera la práctica del parapente. El vocablo parapente proviene de la combinación del prefijo ‘para’, que hace clara alusión al vocablo ‘parachute’, paracaídas en francés, y el vocablo ‘pente’, pendiente en francés. Es decir que ‘parapente’ significa ‘paracaídas de pendiente’, ya que fue este el uso que le dieron a su invento estos pioneros alpinistas.